Es sensible
al aullido de los lobos,
y a los taxis,
su amor por
la noche,
inevitable,
y su
amistad con las estrellas,
eterna.
Quisiera
tener una heredera,
una
impostora,
una
discípula creada a su imagen
y
semejanza;
alguien que
guarde el desvelo
y dignifique
su esplendor.
Que sepa
tanto como ella
de
seducción y de soledad.
Que tenga
tanto de cisne
como la
erguida belleza de
sus claros.
Que pueda
narrar historias
sobre los
jardines del edén
y las
puertas del hades.
Que
continúe su estirpe
enamorando
a los torpes,
fértiles
para la sinrazón
del amor en
los poemas.
Y permitirle
dormir y soñar
con sueños
propios,
rodar sobre
las calles vacías,
desaparecer
en el río,
correr
libre por el cielo
como una
niña
(como la
que fue)
jugando con
las brujas,
y viajar
una y otra vez,
desnuda
volviendo a
ser el amuleto de agua
entre los pescadores,
los faros,
los artistas,
los besos
de los amantes,
y las
lluvias frías que calman
la sed del
verano.
Un saxo
tenor derrama
parte de
sus secretos en su paseo,
y ella ríe
sobre el Río de la Plata
hasta alborotarlo,
sabiendo
que volverá
a vestirse de seda
y quedarse
en las altas
torres del
silencio, porque
es lo que
está mandado.
Los hombres
le han cantado
desde hace
milenios.
Fueron
tantos. Si pudiera
recordar al
menos
en particular a uno,
a ese que
la dejó bajar por
una calle
de Buenos Aires
rodando…
Si pudiera
recordarlo,
y volver a bailar y bailar,
con el alma
tranquila
y dulce,
llena de una balada.
Bailar y
bailar emocionándose,
hasta caer
muerta sobre el púrpura
de los patios
incendiados
de pasión,
y volverse
loca, otra vez…
loca…loca…
©® Susana Inés
Nicolini
(Todos los derechos
reservados)