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lunes, 7 de mayo de 2012

verte





Alguna vez soñamos
la pálida lluvia de pétalos
que inunda,
la frente pensativa de la luna
cuando los amantes
se recuerdan.
Reflejos multicolores
que increpaban, cómplices,
a tus pupilas:
misteriosos
cristales de septiembre.
Era el tiempo de la juventud,
cuando tu presencia
fue tan necesaria
como la algarabía de las tardes;
tan vanidosa como tu escote
afrentando transeúntes
conocedora de artes
y de ofrendas,
y tan eficiente enardeciendo
mi cuerpo tenso:
triunfo indudable de los
engranajes de la sangre.
Y quise encontrarte al borde
de mi mismo, como un pájaro
altivo, sin conformarme
a las ofertas del sueño…
y fue una vez
y fue una noche
rectangular y violeta, que previó
el atardecer de tu cuarto a solas.
Era el tiempo de la juventud,
corazón de naipes,
cortos latidos de amores errantes.

Luego el prisma de las voces austeras,
de las lágrimas dulces,
de las obvias quejas lánguidas
e inquietantes esperas…
y más atardeceres
y más noches
pero vacías, ebrias de nostalgias,
muertas de piedad y callejeras.

Hoy te vi, infinitamente te vi,
sobre la estepa gris
de la calle Suipacha,
como estatua hecha de carne de jazmín
cubierta de cielo tu piel ligera.
Con la avidez de un arqueólogo
busqué la almendra pálida
de tus ojos
pero no hubo tiempo,
o tal vez hubo demasiado.

Cien caballos de fuego
desorientados, galoparon
mis entrañas,
anudaron mis voces
callándome…

Era el tiempo de la juventud
¡Aquel!
Y ahora,
es el tiempo del silencio…


©® y RNPI deSusana Inés Nicolini

 (Imagen de Anna Morosini)