En el vértice de la sombra
se había quedado
ese amor, lejos, dormido,
frente a los santos de su
alcoba.
Ahora, una mirada distinta,
con un gesto más frío
acunaba al crucificado,
transeúnte de su almohada.
A la sombra del viento
como un sortilegio,
el temporal nuevo
de tu piel rogaba
a la cruz y la aldaba,
al claustro empedrado,
al libro ajado, áspero y
sagrado.
Ni látigos, ni pinchos, ni
todo el ayuno,
pudieron escarmentar tu
cuerpo
ni enmudecer su comunión.
Era un arma mortífera
su boca y su caricia,
la sábana cálida y
crujiente,
y el aroma a pan de maíz
por la mañana.
Era un presagio
su toca y su camisón joven,
y
tus ojales mansos,
desterrándose,
entre los dedos largos.
Era una larga pena, la pena
del dios de sus antepasados,
y la oración trashumante
que implora de boca en boca,
y ata con cuerdas sus manos.
Era una condena,
lo sabias,
y tus alas sólo barro.
©® y RNPI de Susana Inés Nicolini