"Ese hule seco en tus
arrugas, esas botas de piel gastada, esa boca ceñida a la curva del cigarrillo
que no enciendes por no descuartizar más tus pulmones, esos bolsillos
conteniendo sólo promesas, el delirio de un deseo que tu mismo amonestas porque
a nadie le gusta llorar…
El vidrio de la ventana del
bar que es la suma de tantos rostros, y esta puesta de sol que, ahora, apuesta
a ser abismo. Siempre el margen, lo inacabado, las esferas del tiempo que no
cesan de confesarnos manteniendo esa costumbre inhóspita de no atrevernos, de
no tomar impulso, creyendo que ninguno sabrá qué decir.
Hijos de Dios, poetas de
milagros que sólo conocen nuestras lágrimas. Bailarines a solas, eventualmente
frente a algún espejo… y el imaginario y el miedo, y el fragmentado sentimiento
de no saber y seguir balbuceando al respirar…
Y lo juzgado, para calmarnos
por momentos, cuando nuestro espíritu tembloroso ya no puede crear ninguna
excusa más, ni seguir en ese laberinto en el que nos escondemos.
Y eso que sobrevive para seguir
ahí, ahí mismo, en el lugar de lo único que es totalmente nuestro,
desesperadamente nuestro, pero que ni siquiera queremos nombrar.
Trampas creadas para volver
a oler magnolias, o jazmines o azucenas y volvernos monigotes, a primeras horas
de la tarde, para confesarnos en soledad… sin que los demás se enteren porque
no alcanza el valor para decir lo cierto, porque la felicidad es esa: la
aprendida, y algún día nos contentaremos, normalmente, como todos…sólo con ser
una mitad.”
©® Susana Inés Nicolini
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