Ya levanta el verano sus ligeros manteles, y el
otoño, sin alzar aun la voz, lo está viendo alejarse: cómo mueve sus verdes
parasoles, como arrastra –soberbio- su cola de pavo real y pedrería. Nada ha
cambiado en apariencia, pero el otoño hará sonar su música, inevitablemente,
una canción que no tiene retorno. Tendremos que ir cerrando las ventanas.
Yo
me pregunto, como si mi corazón no fuera mío ¿qué será de aquella locura
sonora, de aquel atrevimiento? ¿Quién asegura que no ha cambiado nada? Floreció
y marchitó la flor más dulce, pasó el violento rapto que no podía durar, la
plenitud vehemente hecha para un solo día…
Antes
teníamos coraje: las inseguridades y la impaciencia nos punzaban, y tomábamos
medidas oportunas para no perder lo aun no perdido.
Será
que los castillos inexpugnables han sido, ya, expugnados; los acompañantes
insustituibles han sido sustituidos; todos los amores inolvidables, olvidados…
No,
si no que fuimos embozando los largos filos que nos ensangrentaban.
¿Es
que somos más fuertes? No, acaso, simplemente somos más nuestros y hemos ido
cerrando las ventanas. O es, acaso, que comenzamos a ser cada vez menos, y
volvemos la mirada hacia dentro.
La
sangre se nos hace perezosa. Y el llanto…
Los
solitarios ¿qué esperan del otoño? Quizá el atardecer –esa es nuestra hora- ,
las frías llamaradas del sol que se deja caer sin resistirse, sin asirse a las
copas de los árboles, a los tejados, a las familiares fachadas delante de las
cuales esperamos el milagro.
El
sol está cansado, lo mismo que nosotros. Se abandona en brazos de la noche
anticipada. ¿Qué pueden esperar los solitarios? ¿Habrá acabado todo? Sin
embargo, quedan cosas..., no es que las cosas mueran, es que nosotros nos hemos
ido de ellas, como se va el río.
Somos
nosotros los que no volvemos.
La
canción de los otoños no tiene estribillo.
De
ahora en adelante los invitados al jardín, serán cada vez menos. Entrarán más
despacio, hablarán en voz baja. Se oirá más apagado el cantar de la fuente, e
irán enmudeciendo lentamente los grillos. Se acortará la luz, se ensancharán
las sombras. Camino del solsticio, muy perezosamente, como la sangre.
La
oscuridad se obstinará en los rincones. La soledad sonreirá.
Hay
una edad en la que todo es verano, y otra en la que el otoño -el otoño es también la armonía del mundo-
se instala como un rey, incomprensible y evidente, dentro del corazón. No es un
usurpador, ni un tirano, ha llegado su hora y nos gobierna sin urgencias, ni
apuros. Nos invita a recomenzar cerrando las puertas por las que entraron las
intemperies.
Todo
está bien. El mundo sigue siendo hermoso…y está ahí... está ahí… y es otoño…
cuando lucen más todos los colores.
©® Susana Inés Nicolini